Tendemos a rechazar las emociones negativas, que cumplen funciones específicas. Empezar a aceptar y regular adecuadamente nuestras emociones no es un trabajo sencillo, pero hay algunos tips que pueden ser de gran ayuda.
Cristina Aristimuño de las Heras
En las últimas décadas, la felicidad se ha alzado como una de las principales metas a alcanzar en la vida, convirtiéndose en una especie de obsesión social . Sin embargo, paradójicamente, multitud de estudios indican que vamos en la dirección contraria: cada vez somos más infelices y presentamos más problemas de salud mental en comparación con las generaciones que nos preceden. Entonces, ¿qué estamos haciendo mal?
En nuestra sociedad entendemos la felicidad como la ausencia de cualquier malestar y vivimos rodeados de mensajes excesivamente positivistas que nos venden una realidad edulcorada y maquillada . Desde frases motivacionales en tazas hasta publicaciones en redes sociales, todo nos sugiere que las emociones desagradables son malas e indeseables, y que por ende debemos (y podemos) alejarnos de ellas.
Pocas veces nos paramos a pensar que ese ideal de felicidad resulta inalcanzable , pues niega una parte inherente a la propia vida: el malestar, el sufrimiento. Sufrimos cuando perdemos a un ser querido, sentimos dolor cuando nos embarcamos en un proyecto que fracasa y nos angustiamos cuando alguien de nuestro entorno está atravesando un mal momento… Esto es absolutamente normal y saludable.
Y es que las emociones desagradables no sólo resultan inevitables, sino que además todas ellas cumplen una función específica. Las emociones existen porque a lo largo de la evolución nos han ayudado a la supervivencia y se mantienen porque continúan ayudándonos.
Cualquier emoción, agradable o desagradable, tiene función de mensajera. Nos aporta información sobre nosotros mismos y sobre las necesidades que presentamos en cada momento, motivándonos a la acción . El miedo nos ayuda a protegernos y escapar del peligro, el enfado a defendernos, la tristeza a buscar consuelo y apoyo social, el asco a alejar y rechazar, la alegría nos anima a repetir aquello que nos la ha producido…
No obstante, a pesar de su utilidad, muchas veces decidimos no escucharlas ni atenderlas, bien porque creemos que no deberían estar ahí (y conectamos con la sensación de fracaso o de culpabilidad por no estar en ese ideal de felicidad permanente), o porque nos da miedo enfrentar algo que no conocemos o dominamos, entre otros ejemplos.
Por un lado, como decíamos, conlleva la pérdida de información de gran utilidad que nos ayuda a redirigirnos en nuestra vida. Si no utilizamos nuestro mundo emocional, es como si decidiéramos caminar con los ojos vendados a pesar de poseer el sentido de la vista intacto.
Las emociones hacen muy bien su trabajo, por lo que si no las atendemos se encargarán una y otra vez de volver a aparecer para trasladarnos su mensaje, con una intensidad creciente.
Al no escuchar las emociones, escondemos los problemas debajo de la alfombra, sin resolver aquello que nos causa malestar. Si no escucho al aburrimiento y la desidia que me invaden cada día al ir al trabajo, no me daré cuenta de que tengo la necesidad de nuevos retos, y no me embarcaré en la búsqueda de un nuevo trabajo o puesto, condenándome a vivir esa situación diaria y permanentemente.
Los bloqueos emocionales persistentes pueden acabar reflejándose corporalmente en patologías como el colon irritable o los dolores de cabeza, entre otros muchos ejemplos.
Si nos decidimos a empezar a aceptar y regular adecuadamente nuestras emociones, éstos son algunos tips que podemos empezar a practicar:
Recuerda que aprender a gestionar las emociones adecuadamente no siempre es un trabajo sencillo. Si este proceso te resulta muy costoso, puedes contactar con un especialista que te guíe en este nuevo reto.
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