La discapacidad abordada desde la música y la heterodoxia

2022-05-13 18:56:42 By : Ms. Sasha Ye

Miércoles 04 de Mayo de 2022

La música y la poesía fueron parte de su niñez porque la voz de soprano de su madre adornaba la cotidianeidad, al igual que una especial sensibilidad por los chicos que con discapacidad. Por eso, a medida que creció en su desarrollo profesional fue verificando e incorporando el poder del sonido como un recurso terapéutico por demás válido y eficaz. La fonoaudióloga María Teresa Szrajber, ejecutante de cuencos tibetanos y de cuarzo, gong y sikus, fundamenta su ecléctico abordaje y señala las limitaciones de su formación originaria. “Me consideraban loca cuando le cantaba a los chicos con autismo”, recuerda.

Arco Iris, su depósito y el Espacio Jai

—En Paraná, en la Clínica Modelo, y viví en Gualeguaychú 58, arriba del negocio de mis padres, Arco Iris electricidad e iluminación, el primero de dicho ramo en la ciudad. Desde los 17 años viví en Rosario, cuando fui a estudiar Fonoaudiología y luego hice un postgrado de estimulación temprana, aunque quería ser maestra jardinera.

—¿Cómo era esta parte del centro en tu infancia?

—Enfrente estaba la juguetería Santa Claus. Cuando nací, el negocio de mis padres, que ahora está en calle Las Lechiguanas, era chiquito, al año se hizo grande y mi mamá hizo construir una casa arriba. Estaba El Repuestero, El entrerriano, hacia la esquina un relojero, en la esquina la ferretería de Müller, de cuya hija era amiga, y la panadería Fiore era otro emblema del barrio. Donde era el mercado central (actual shopping) había unos bares donde iban los borrachines, y en uno había una nena que era mi amiga, donde me escondía porque me ponían inyecciones para los dolores de panza. Acá (Gualeguaychú 18, Espacio Jai, ver recuadro) era el depósito, y yo andaba en triciclo mientras mi abuelo armaba veladores y lámparas en una de las habitaciones. Se llama Jai porque en hebreo significa vida, y se hace yoga, biodanza, danza jazz, manga, teatro y se da cine.

—¿Tu mamá trabajaba en el negocio?

—Los dos, a la par, todo el día; eran primos hermanos. Al mediodía cortaban para almorzar pero tocaban el timbre, decían “José, necesito un foco y un cable”, mi papá dejaba de comer y atendía. También a la madrugada.

Entrevista con María Szrajber, fonoaudióloga. Holocausto y "ángeles". Don José, sin horarios. Madre estricta. Discapacidad y transformación. Jai y la trama .

—¿Qué ancestros llegaron a la región?

—El papá de mi mamá vino a Seguí bastante después de la Primera Guerra Mundial, donde fue zapatero-talabartero; en Polonia había sido soldado, cuando una bala le atravesó el tobillo. Una enfermera de Cruz Roja se la extrajo, se enamoraron, se casaron, tuvieron a mi mamá y enseguida se vino a Argentina, porque vio que las cosas no estaban bien. A los siete años mandó dinero para que vinieran su esposa y mi mamá desde Vilna. Mi abuela era enfermera instrumentadora; acá puso una mercería y cuidaba enfermos; le costó aprender el idioma. Mi mamá se adaptó rápido porque era una nena; cantaba en las iglesias, porque tenía voz de soprano, actuaba y recitaba poesía, así que siempre la escuché cantar. Era muy exigente conmigo, lo cual agradezco.

—¿Y por la rama de tu papá?

—Vino a los 20 años de Polonia, donde pasó la Segunda Guerra Mundial y perdió a sus nueve hermanos y sobrinos en campos de concentración. A dos de sus hermanos les hicieron cavar sus propias tumbas y los enterraron vivos. Él se salvó porque los alemanes lo corrieron a tiros cuando le tiró piedras a un alemán, al ver que le cortaban de raíz la barba a un viejito. No lo alcanzaron, el padre lo escondió en un sótano y le dijo que no lo podía tener mucho tiempo porque los matarían a todos. Mi abuelo lo dejó con un amigo polaco no judío, que le salvó la vida.

—¿Tus padres se conocían en Polonia?

—No, porque vivían en pueblos distintos. Al terminar la guerra todavía seguía la matanza, mi papá se enteró que tenía un tío en un pueblo, iba en el tren, le piden el documento, un hombre, otro “ángel”, lo agarró y dijo “viene conmigo”. Se encontró con ese tío, quien le dijo que tenía un tío en Argentina, envió una carta y le mandaron el dinero para venirse en barco. Se conoció con mi mamá en Seguí y se enamoraron en Paraná. Una sola vez contó la historia de su vida y nunca más habló sobre eso. Ella le enseñó a escribir y hablar en español, y cuando vinieron a Paraná mi papá fue a la Biblioteca Popular para aprender. Trabajaba en lo de Schlimovich, un negocio de ramos generales y era encargado de la parte de electricidad, hasta que los proveedores le dijeron que le darían mercadería en consignación para abrir un negocio propio, donde mi abuelo tenía una mercería chiquita.

—¿Cómo atravesaba la cultura judía tu cotidianeidad?

—No éramos religiosos, fui a la escuela hebrea, eran tradicionalistas y cumplían con algunas fiestas pero mi mamá no prendía velas los viernes y los sábados abrían el negocio. No me quedó nada, aunque ahora comencé a estudiar la kabala.

El canto de la idishe mame y el control mental Silva

—¿Sentías una vocación?

—Me gustaba ser maestra de niños, pero la escuchaba cantar a mi mamá y actuar en los cumpleaños, mirábamos las películas de Libertad Lamarque, lo escuchábamos al Polaco Goyeneche y recitados de poesía de Ana María Campoy, así que soñaba tener un centro cultural con bar. Cuando la gente se iba del negocio, yo cantaba sobre una tarima; a los 15 años comencé a cantar tango y lo seguía a Silvio Soldán. No sé por qué no estudié música.

—Sí, en la biblioteca de la escuela, y a los nueve años leí El Principito y vi la película con mi hermano, pero no soy una gran lectora.

—¿Qué te resonó de ese libro?

—Me enamoré de la historia del zorro y la rosa, y cuando estudié estimulación temprana, en Psicología Social nos hicieron analizar el libro y me resultó novedoso lo de la amistad y la domesticación.

—Lengua, porque siempre escribía mucho, aunque me costó, al igual que Matemáticas, en cuya clase me escondía debajo del banco porque la profesora gritaba.

—Solo a mi mamá, porque era muy tímida y callada.

—Cuando no escribía, inventaba canciones. Cuando sé que me vendrá la angustia, tomo el sikus o los cuencos y comienzo a tocar, ya que tienen una vibración impresionante que me sana. En mi consultorio, siempre he trabajado con música y relajación, ya que mi mamá me llevó a estudiar control mental Silva con el padre (Ricardo) Gerula, y le miraba los libros de meditación a mi mamá. A los 30 años fui a yoga con Patricia Ferreira; hice terapia del canto, con Alberto Kuselman, lo cual me sostuvo durante la pandemia, ya que cantaba, bailaba y pintaba, y luego hice el curso de terapeuta. Ahora estoy estudiando biodanza.

—¿Por qué estudiaste fonoaudiología?

— Mi mamá, como yo era tan familiera, quería que me fuera de Paraná, incluso mi papá me ofreció de ir a Estados Unidos. Ella me llevó a hablar con una chica que estudiaba fonoaudiología, me entusiasmé porque podría trabajar con niños, y me especialicé en lenguaje y discapacidad del aprendizaje, concentración y memoria. Desde chica me llamaron la atención los chicos discapacitados y quería acompañarlos.

—¿Cómo integraste en la profesión las diversas herramientas aprendidas?

—Trabajé tres años en la escuela de discapacitados severos San Francisco de Asís. Había una nena de la cual me enamoré, que yo quería adoptar, quien tenía Síndrome de Prader-Willi. Me dijeron que no hablaba. La acostaba, le hacía caricias y le decía “éste es tu brazo, ésta es tu mano, éste es tu pie…” y un día me dice “piecito tuyo Diana”. Nunca nadie la había tocado; me cayeron las lágrimas. Un muchacho de 16 años tenía parálisis cerebral, todos los medio días tenía convulsiones, caía sobre sus piernas y le decían “Mario, levantate, levantate”. Un día le estaba lavando los dientes, le da una convulsión, le digo “sé que te pasa todos los días pero me asusto igual”, se levantó rápido y me abrazó. Extraño mucho a los chicos de allí. Después de muchos años de trabajar con relajación, música y control de la respiración, conocí los mandalas y los apliqué al trabajo con niños. Luego conocí los cuencos de cuarzo en la plaza Sáenz Peña, de los cuales me enamoré por su sonido y estuve dos años sanándome con ellos, hasta que me compré los propios.

—¿Qué concepción tenías hasta ese momento sobre las posibilidades del sonido?

—Siempre trabajé con música, incluso en bebés, porque verifiqué en mí el poder de sanación de la música y cómo conectaba con el Cosmos, la Naturaleza y la energía. Es una transformación muy grande, como la que descubrí ahora con biodanza.

—¿En la carrera había referencias a la terapia con sonido?

—No me la mencionaron, me nació a mí. En la escuela San Francisco de Asís me miraban como a una loca cuando le cantaba a los chicos autistas, que se conectaban y también lo hacían. Había una nena con un síndrome de aislamiento muy grande, por lo cual no hablaba con nadie. Le tarareaba una canción, me miraba y también lo hacía.

—¿Por qué no consideran estas posibilidades en la formación académica?

—En aquel momento era limitada por ser el fin de la etapa militar, no sé ahora.

—¿Tuviste algún formador que te resultó importante?

—Una profesora de audición, Marta Espeleta, quien hablaba de la estimulación temprana específicamente en los sordos, lo cual me fascinó y comencé a investigar sobre hablarle a los bebés cuando están dentro de la panza, ya que escuchan y hasta ven los colores. Ana María Hilari, de Foniatría, siempre insistía con la importancia del juego y “no casarse con ningún autor”. También lo rescato a Jacobo Feldman y a Liliana Batalla de Luna.

—¿El primer caso en que verificaste la eficacia de estos métodos no clásicos?

—El primer paciente que tuve fue José Carlos Meurer, con síndrome de Down, un divino a quien amaba y que ya falleció, y cuya mamá nunca supo que dicho problema hasta que vino desde el campo a Paraná. Él leía El Gráfico, fue profesor de natación y una vez me llamó para decirme que iba abrir una escuela para discapacitados y quería que yo fuera la fonoaudióloga. Me llenó los ojos de lágrimas. En la Escuela San Francisco de Asís enseguida comencé a ver los logros con la música y el canto, había un órgano que tocaba y los chicos se enganchaban. También trabajé en el Hospital de Niños y en un centro de salud.

—¿Ahora hay mayor permeabilidad a incorporar otros recursos?

—La mayoría de las fonoaudiólogas trabajan con test porque nos forman para eso. Jamás los usé porque me fijo en cómo camina el chico, cómo mira, si sonríe, si habla y mira a la mamá… es lo más importante, no solo la palabra. En la facultad dimos una psicología terriblemente psicoanalítica y no aprendí otra cosa, mientras que cuando estudié estimulación temprana vi otras líneas, y me costó adaptarme. Al principio fui juzgada por algunas de mis colegas por no tomar test. ¿Cómo lo vas a hacer a un chico que tiene cuadriplejia? Entiende y te demuestra que lo hace, porque te mira a los ojos. No todos tienen vocación y es entendible. También me molestó que a un autista lo tuvieran atado en un centro de día y pedí que lo desataran. ¿Cómo vas a tener atado a un ser humano como si fuera un animal?

—¿Qué te provocó la primera vez que escuchaste los cuencos?

—Me enamoré enseguida y sentí las transformaciones que iba teniendo.

—Tener más paciencia, poder meditar con más concentración y profundidad, y enseguida entrar en el estado Alfa.

—¿Cambió tu concepción del sonido?

—Lo integré en la terapia de los niños, al igual que la música de biodanza. Veo cómo se activan y trabajan con más ganas. A una paciente de 36 años, con Síndrome de Down, le ponía música y bailábamos, y un día me dijo “poneme chamamé”; toca el órgano que tengo en el consultorio y se me caen las lágrimas. Cuando vinieron, los padres me dijeron que no le entendían lo que decía y al mes de venir, ya le entendían.

—¿Una definición, teniendo en cuenta todas las integraciones hechas?

—La música es una conexión universal, porque puedo escucharla en francés o en ruso, y me emociono, sin conocer los idiomas. Produce una profunda transformación y conexión amorosa entre los seres.

—¿Un caso disruptivo que te obligó a revisar algo?

—Soñaba con trabajar con pacientes en coma porque estoy segura que escuchan. Nunca di ese paso pero lo hice con un paciente cuadripléjico que tuvo varios ACV. Lo único que logró decir, pero lloró por poder hacerlo, fue “mamá”, porque tenía la foto de la madre en la mesa de luz, y “agua”. Como empeoró, dejé de trabajar con él.

—¿Autores que te resultan referentes?

—(Juan) Azcoaga y también (Alexander) Luria, en terapia del lenguaje.

El depósito, el triciclo y un sueño hecho realidad

En su centro cultural, Szrajber logró hacer confluir los múltiples intereses que la movilizan y hacían soñar desde su infancia hasta ahora, ya que contiguo a su propio consultorio, lleno de pinturas, mandalas y dispuesto para la música, se encuentra una sala de teatro y un salón para actividades que también le resultan afines.

—Me crié escuchando poesía, escribiendo, escuchando cantar y cantando, y mis padres me llevaban al teatro. En 2015 cerró este negocio, me quedó el depósito y luego de un tiempo dije voy a hacer mi sueño ahí, donde andaba en triciclo y ahora también tengo mi consultorio y pinturas en tela. Mi pareja me apoyó y lo hace siempre.

—¿Qué programación de actividades hay para el corto plazo?

—Todos los viernes hay cine, martes y jueves, yoga, taller de teatro con Gerardo Romero, los sábados por la mañana, taller de fotografía, con Mauricio Caminos, y por la tarde, taller de manga. El sábado 7 habrá una jornada y feria de disciplinas holísticas tales como reiki, tai chi, cuencos, masaje cosmética natural, etc. Hay una preinscripción para quien quiera recibir una terapia y la feria es gratis. Y el viernes 13 actuará la banda Los Feriantes, con la comida típica de Nora Aracil en la cantina.

—¿Tenés página en las redes?

—En Facebook e Instagram, Jai: Espacio para la cultura y el alma.

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